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miércoles, 31 de julio de 2013

El tren a Galicia o la vida prestada

Después del accidente ferroviario de Santiago de Compostela, de ese horror que todos hemos podido ver casi en directo, pensé en escribir esta entrada, pero he tardado tantos días en hacerlo porque no he sabido qué decir, y de hecho ni sé ahora qué escribir.

¿Que es de alabar la solidaridad y la entrega total de los gallegos, de los vecinos que estaban al lado del siniestro? Por supuesto, sin dudarlo, y aunque conozco a pocos gallegos, lo que he visto de ellos me ha cautivado. Son sencillos, amables, nada estridentes y siempre han provocado en mí un sentimiento de simpatía, afecto y muchísimo cariño. Por eso todo lo que se está diciendo de su solidaridad no me extraña en absoluto.




Pero en lo que más me ha hecho pensar este trágico accidente es en la fragilidad de la vida, que esta vez parece más palpable aún en Galicia. Nos creemos dueños de nuestro destino, de nuestros pasos, de nuestro propio universo..., y con bofetadas como esta te das cuenta de que no es así, que nuestra vida está, más veces de las que imaginamos, a merced de otros, del tiempo, de las horas, de un despiste, de una imprudencia, de otras voluntades que ni saben de nuestra vida ni, a menudo y por desgracia, son conscientes del peso de sus actuaciones.

A todos nos ha tocado esta tragedia en lo más hondo de nuestro ser, estoy convencida de ello, porque no hay nada más cotidiano que coger un tren y estoy casi segura de que nadie, jamás, cuando se ha subido a un tren ha pensado que pueda perder la vida en un accidente. No veo ningún consuelo posible, algo alentador que decir a los que han perdido a familiares o amigos en estas circunstancias, en la mitad de un recorrido de tren y de un recorrido vital, con sus planes, sus desilusiones, su gente, sus cosas esperando en casa..., su existencia, al fin y al cabo.

Pero también impacta pensar en el maquinista, de qué manera seguirá con su vida, con la pesada y angustiosa losa de haber provocado semejante desastre. Fuera imprudencia, despiste o exceso de confianza, pero lo cierto es que en su persona acumulaba los planes de muchísima gente, era el responsable de llevarlos a su destino, y no lo hizo, su error le pesará ya de por vida.

Desde aquí mi pequeño granito de arena para el consuelo de familiares y amigos de los fallecidos, y mi modesto homenaje a Galicia, inmensa, verde, preciosa... Va por ti, va por todos los gallegos.

martes, 23 de julio de 2013

Calor humano


El afecto, el cariño, el contacto físico…, no sé desde cuándo he descubierto lo importante que es, o lo valioso, lo mucho que puede levantar el ánimo y ayudarte a llevar el día.

Mis amigas siempre me han dicho que soy más seca que un ajo cada vez que les digo insistentemente “calor humano, hay que dar calor humano”. Es cierto que es aplicable para todo, para familiares, amigos, pareja…, pero yo lo he descubierto fundamentalmente con mi hijo. Es un contacto físico y un afecto muy distintos a los que había conocido anteriormente. No sólo significa tocarse o acariciarse, supone un alivio, un bálsamo de tranquilidad, el saber que estás ahí, que no fallas, que tu abrazo no va a faltar jamás; un consuelo, un estímulo, una especie de paz interior que no sólo tranquiliza, también adormece en la seguridad de que quien te abraza está ahí  y lo estará siempre.




Por eso me sorprende cuando hay gente que, a una madre que acaba de tener a su hijo, le dicen “no le cojas que se malacostumbra”. ¿Es una mala costumbre querer que te abracen, que quieran sentir tu contacto, sentirse protegido después de haber estado al calor de tu interior durante nueve meses? Pero no culpo a la gente que lo dice, yo pensaba lo mismo, eso sí, antes de ser madre. Ahora, cada vez que veo a madres o padres, o a los dos, que ante el lloro de un bebé de días o de pocos meses dicen “no le cojas, que son muy listos”, me da una pena enorme y me dan ganas de cogerle yo, y acunarle en mis brazos, acariciarle y hacerle sentir seguro.

Soy defensora del calor humano por convicción, porque creo que alivia, tranquiliza y hace sentir no bien, sino estupendamente. Y sí reconozco que puedo demostrarlo poco con seres allegados, porque puede que el peso de los años haya hecho callo en mí a la hora de demostrar afecto a mis amigas, o a mis padres, o a mis hermanos… Puede que me tachen de poco cariñosa, pero con mi hijo se ha abierto no una puerta, sino todas las ventanas de la casa, porque me he dado cuenta de que es una de las mejores medicinas.




Ahora sufro, o más bien disfruto, los “efectos del calor humano” en mi hijo, porque ya es grande, pero está acostumbrado a esto, y en cuanto nos descuidamos, nos levanta la camiseta a mi marido o a mí y apoya su carita contra nuestra piel, nos abraza con sus bracitos y se ríe.

Así que…, esta es mi receta: abrazaos, decíos que os queréis, coged a vuestros hijos, acunadles, susurradles al oído palabras bonitas… Acariciar, sentir, arrullar, sonreír… ¡A abrazarse todos!, pero un abrazo de al menos seis segundos (según dice Elsa Punset), para que no se os escape nada y permanezca en vuestra piel esa sensación tan, tan agradable.

jueves, 18 de julio de 2013

Situaciones (III): Numeritos callejeros

Que te abochornen en público, tengas la culpa o no la tengas, es de lo más desagradable, y no me refiero a un “mini-bochorno” tipo “señora, se ha colado” o algo por el estilo; me refiero a bochorno con voces incluidas. Es horrible y las dos veces que recuerdo fueron para olvidarlas, pero evidentemente aún no lo he conseguido.

Y que nadie piense que me persiguen en sueños o que la tipa que me llamó “sinvergüenza” a gritos está en mis pensamientos; nada más lejos de la realidad. Simplemente ahora, con esto del blog, mi máquina de recuerdos se ha vuelto muy activa y le da por rememorar situaciones muy buenas y algunas no tantas. Y como además da la casualidad de que aún tengo una foto de la tiparraca esta y el evento en el que nos encontramos, pues la pongo, por si me está leyendo (que lo dudo), para que sepa que no son formas y que solo espero que el destino le haya deparado algún mini-castigo acorde al mal rato que me hizo pasar.

El primer bochorno fue, igual que el segundo, por cosa de trabajo. La típica tarde en la que tienes miles de frentes abiertos y que a todos llegas con la lengua fuera y mirando el reloj pensando en el siguiente. Salgo de uno y voy hacia el otro: una competición de baloncesto en un pabellón. Voy a toda velocidad en el coche porque ya me había llamado el concejal para decirme que estaban todos esperándome para hacer la foto de grupo.

Y cuando llego…, ¡sorpresa!, no hay sitio para aparcar, pero nada de nada. Agobiadísima di una vuelta, dos, tres…, hasta que uno de los chicos del pabellón que estaba fuera me dijo “aparca en doble fila, si todos los coches que hay aquí son de gente que está dentro”. Así que eso hice, pensando en que además iba a tardar poco. Cuando terminé mi trabajo, cosa de media hora, salí escopetada y comprobé que, mala suerte la mía, justo el coche que había taponado era de una pareja mayor que no estaba dentro del pabellón.

En fin, os podéis imaginar la que me cayó. Yo agaché la cabeza y asumí mi culpa, les dije que lo sentía mucho, que me disculparan…, pero ellos (sobre todo él) no aceptaban mis disculpas y a voces me decían lo rematadísimamente mal que lo había hecho. Lo que más me molestó fue las voces que daban, que todo el mundo miraba y que, aunque pedía perdón, de nada servía.

Así que en lugar de largarme rauda y veloz, me entró una terrible nube negra y me enfrenté a él, diciéndole que ya le había pedido perdón, que no podía hacer más, que si tanta prisa tenía no entendía cómo ahora se entretenía de lo lindo arremetiendo contra mí. 

Al final me subí al coche impotente y sólo recuerdo mi imagen conduciendo por la carretera y llorando a moco tendido por el sofoco tan grande que tenía sobre mi cuerpo. Ahora intento comprender o no poner mala cara si alguien me tapona el coche por alguna urgencia.

Y el segundo bochorno, el de la tipa, fue un domingo por la mañana, también por trabajo, en una competición de atletismo. Yo iba a hacer fotos. No me considero ninguna fotógrafa suicida ni que le guste el peligro, ni poner en peligro a nadie, y creo que en esa ocasión no lo hice.

Simplemente, en una carrera, cuando dieron el pistoletazo de salida, a una distancia prudente, me salí de donde estaba el público e hice una foto de los chicos saliendo. Acto seguido volví a meterme y punto concluido. Yo he visto fotógrafos que se ponen casi en el medio y vuelven corriendo al lugar donde no estorban, pero yo no hice eso, en ningún momento me dio la impresión de peligro, ni de que ninguno de los corredores pudiera tropezarse conmigo; me aparté y a los segundos pasaron.


Tiparraca con gafas al fondo llamándome "sinvergüenza".



Pues cuando esto sucedió escuché a mis espaldas a gritos “¡sinvergüenza!, ¡eres una sinvergüenza!”, y para mi sorpresa, me doy la vuelta y una pareja de barriobajeros me decía “sí, sí, te decimos a ti, nuestro hijo podía haberse caído por tu culpa”, todo esto a voces y con muy malas formas.

¿Sinvergüenza? Yo no creo que se diera ninguna situación de peligro, en cualquier caso,  si tú lo piensas, llámame imprudente, pero ¿sinvergüenza?, ¿por qué? Me quedé sin palabras. Es increíble lo mucho que se te ocurre cuando ya ha pasado la situación, cuando ya no tienes a esa persona delante; pero en el momento…, no supe qué decir.

Como en la anterior ocasión musité un perdón, que no creía que hubiera hecho nada peligroso pero que si así lo consideraba ella, que me perdonara. Pues no, la tía seguía con el “sinvergüenza” en la boca, que parecía que había aprendido ese día la palabra. Y que si me iban a denunciar o algo así, creo recordar.
Fue muy desagradable, porque cuando se dieron media vuelta yo volví sobre mis pasos a hablar con ella, a explicarle mi trabajo (se pensaría que yo era una mera aficionada), pero no me dejó hablar, siguió insultándome, gritando y toda la gente mirándonos. Me sentí muy mal, muy mal, y solo tenía ganas de molerla a tortazos. Mi marido dice que debería haber empezado a hacerle fotos, en plan guasa; pero yo no tenía el cuerpo para jotas.

Lo pasé fatal y tenía un tembleque en todo el cuerpo que no sabía ni qué hacer. Se supone que tenía que seguir haciendo fotos, pero no lo hice, cogí el coche y me fui a mi casa. Sólo quería irme con mi marido y con mi hijo, a sentirme querida, a sentirme en mi hogar, protegida de esa fiera maleducada. 

Cuando llegué me puse a llorar como una magdalena y reconozco que estuve unos días muy escocida, rabiosa pensando en miles de venganzas. Afortunadamente esas sensaciones pasaron y ojalá no se repitan. Ante todo, educación, buenas formas, pero por desgracia hay gente que no sabe ni que existen. En realidad el que me dio pena fue el hijo de esa señora, debe de ser horrible convivir con algo así.

jueves, 11 de julio de 2013

Situaciones (II): Sosteniendo conversaciones

Mantener una conversación puede ser muy agradable, agradable o simplemente pasable, pero sostener una conversación, como quien sostiene un huevo duro recién sacado del cazo, que pasa de una mano a otra porque si no te abrasas, eso es un auténtico horror. A veces me pregunto por qué no somos sinceros en esos casos y simplemente decimos "oye venga, que esto es ridículo, ni a mí me apetece hablar contigo ni a ti conmigo; es más, no sabemos qué decirnos, ¿por qué no nos damos media vuelta y vamos a nuestro aire?".

Pero lamentablemente no es así y hay que mantener el tipo como se pueda, porque las conversaciones "sostenidas", como yo las llamo, no ocurren por la calle, cuando te cruzas con alguien conocido; esas son fáciles de concluir, con un "bueno, tengo prisa", asunto zanjado. Las que yo digo suceden cuando estás atrapada en algún sitio, véase, por ejemplo (y que nadie piense que siempre estoy en actos con canapés) en un aperitivo, después de un acto. 

No te puedes ir, tu trabajo te lo impide. La cámara no la tienes, para que te proteja, porque aparte de que no procede que hagas fotos, ya has terminado tu trabajo y te proponen que tomes algo. Entonces llega el horror: ves allí a una conocida, que hace años no veías, muchos años, y que, sin quererlo, se coloca justo a tu lado.

Ella está en la misma situación que tú: por trabajo y esperando a que eso termine para marcharse a otro sitio. Entonces te saludas, te preguntas qué tal y te das cuenta de que en esos 20 segundos transcurridos desde que os saludasteis, las personas con las que hablabas se han dado la vuelta y han hecho corrillo con otros, te han dejado sola con esa conocida a la que le ha pasado lo mismo.



Somos dos ignoradas vilmente, lanzadas sin compasión a la tortura de una conversación sostenida. "¿Qué digo yo ahora?, lo de qué tal ya nos lo hemos preguntado", pienso mientras me inclino sobre la mesa para coger un trozo de tortilla. Como no se me ocurre nada, después de la tortilla, bebo (los sorbos son unos segundos valiosísimos para pensar en un tema de conversación), pero me doy cuenta horrorizada de que solo me quedan los hielos, lo cual queda más ridículo aún. Entonces ella, que está como yo, me dice "Menudo calor está haciendo, ¿eehh?" Uffffffffffffff, muy mal, muy mal, esta chica está haciendo trampa, sólo se debe hablar del tiempo en el ascensor, en trayectos muy muy cortos, porque no da pie a iniciar una conversación; evidentemente no le voy a decir "sí, las isobaras marcan un anticiclón por las Azores". Yo respondo como puedo e intento enrollarme, cosa que es muy complicada. Pero en realidad lo que me gustaría decirle es "oye, no dejo de mirarte a la cara y no paro de preguntarme cómo puede ser que teniendo tres años más que yo no tengas patas de gallo". Pero no se lo digo, evidentemente, y se me enciende la lucecita en el cerebro, ¡claro!, ahora que recuerdo, esta chica estaba casada con alguien del pueblo y tenía un hijo.

Pues rauda y veloz, como si me agarrara a un bote salvavidas, le pregunto qué tal está su chico, que hace mucho que no le veo por el pueblo, "bueno, nos separamos hace ya dos años" (Aaaaarrrrrrggggg, esto es peor que preguntar ¿de cuánto estás? a una chica que, simplemente, tiene unos michelines un poco pronunciados). En ese momento deseé con todas mis fuerzas que algo ocurriera, tipo amenaza de bomba, lipotimia de algún invitado o intento de secuestro del edificio por algún loco perturbado.

Pero nada ocurrió, mi cara imagino que sería un poema y claro, me disculpé diciéndole que no tenía ni idea. "No te preocupes", me dijo tan maja ella. Y entonces, un silencio incómodo, y yo sin poder beber de mi vaso con hielo.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac, "Qué bonito han dejado el edificio", me dice la chica, que evidentemente está tan hastiada de esa situación como yo. "Sí, sí...". ¡¡¡Ya lo tengo!!!, ¿cómo no se me había ocurrido antes? "Disculpa, voy al baño, que de tanto beber...". Quería salir de ahí como fuera, sé que fue una táctica muy cobarde y me daba igual que la chica me imaginara haciendo pipí. ¡¡¡Por fin libreeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!

martes, 2 de julio de 2013

Mi Polo

Yo tenía un Volkswagen Polo, de los de antes, de los antiguos. Era "heredado", porque lo compró mi padre para mi hermano, luego pasó a mi madre, luego a mi hermana y, finalmente a mí. En realidad no sé si este ha sido el orden real de "dueños" del querido coche, pero lo importante es el cariño que le tenía y lo que me costó desprenderme de él. ¡¡Yo lo quería!! Era mi compañero de viajes, de fatigas... Tantas cosas me pasaron con él... Aunque, a decir verdad, es probable que mis hermanos tengan muchas más cosas que contar ;)
Seguro que muchos de vosotros también habéis tenido un coche de éstos, o un 131, un 127, un Panda, un Dos Caballos..., coches que han formado parte de vuestra juventud, con el que aprendisteis a conducir y que dio algún que otro disgusto a vuestros padres.

Mi polo era único, me encantaba su sonido y esa rapidez supersónica con la que salía en marcha en cuanto metías primera y pisabas el acelerador. Con él aprendí a conducir, me comí unos cuantos bordillos y me di otros tantos "acerazos", pero lo mejor de él fue que se convirtió en mi gran aliado a la hora de volver a casa los viernes y sábados por la noche. Siempre iba muerta de miedo por las calles, andando hacia mi casa de madrugada, y pensaba "cuando tenga el carné de conducir esto se acabó". Y ocurrió, llegó ese ansiado momento y el Polo cayó en mis manos. Cuántas veces he llevado a mis amigas a casa, las he recogido o hemos tenido charlas interminables ahí dentro.


Qué buenos momentos, queridas divas mías.

Lo peor de todo era el calor; mi pobre Polo no tenía aire acondicionado, aunque, a decir verdad, carecía de muchas cosas. Tampoco tenía radio, porque cuando llegó a mis manos ya estaba estropeada y no me tomé la molestia de arreglarla. Y evidentemente el volante estaba durísimo; estoy segura de que mis brazos están más blandos desde que ya no estamos juntos. Pero todo era subsanable. El aire acondicionado, sin problema, cuando hacía un viaje medianamente largo en verano me rociaba la cabeza con agua fresquita de vez en cuando. La falta de radio, pues o conversabas con tu acompañante o contigo misma, que para el caso a veces es lo mismo. Lo malo de las conversaciones de dos es que, si hacía calor, ibas con las ventanillas bajadas y hablar a gritos dificultaba mucho el entendimiento.

En veranito, de vuelta a casa.

Mi Polo también sufrió lo suyo. Cuando me lo llevé a Toledo, aparte de que un día se lo llevó la grúa por tenerlo mal aparcado (el casco de Toledo es lo que tiene, que se tienen que alinear los planetas para que puedas aparcar como Dios manda), otro día me lo robaron, sí, sí, robado y sustraído, vilmente. 
También fue en el casco de Toledo. La noche antes había metido en el maletero unas fotos que mi hermano había tenido expuestas en un sitio muy bohemio de la ciudad, y a la mañana siguiente llego con mi maleta (era viernes), dispuesta a irme a trabajar y después marcharme al pueblo, cuando veo que mi coche no está. Había muchos más coches, pero el mío, no. Por inercia me asomé a un muro que había enfrente y cuesta abajo, pensando si se habría caído al río, a pesar de que para llegar al río mi coche hubiera tenido que atravesar una fila de coches, el muro y una carretera de por medio.
Me pareció tan increíble que me lo hubieran robado que creía más verosímil que de repente tuviera súperpoderes y hubiera decidido darse un chapuzón en el Tajo. ¿Cómo podían robarme mi Polo?, pero si el pobre era de lo peorcito que había en la zona; el más pequeño, el más viejo... No lo entendía y me quedé profundamente triste, pensando que jamás volvería a verlo y sintiéndome como si me hubieran cortado un brazo...
¡Pero apareció!, en Getafe. Mi padre tiene la teoría de que cuando vieron su estado decidieron abandonarlo. Eso sí, consideraron de mucho más valor las fotos de mi hermano, porque esas sí se las llevaron.
Hace un par de años que desapareció de mi vida, mi querido Polo. Tras tenerlo otro de mis hermanos una temporada, acabaron vendiéndolo a un concesionario para comprar otro (algún plan de éstos que das uno viejo y compras uno nuevo). No sé cuánto dieron por él, supongo que poco, muy poco, para todos los años que estuvo con nosotros. La verdad es que puede que suene ridículo, pero me dio mucha pena y sentí como si le traicionara.

Mi Polo.
Yo, tan sentimental, sólo tenía la esperanza de que lo hubiera comprado algún señor que lo utilizaba para ir de su casa a su pequeño huertecito todos los días y que con él enseñaría a conducir a sus nietos. 
Los más despiadados me dicen que ya no existirá o que estará hecho trizas en algún desguace, pero yo me niego a creerlo y cada vez que voy por la calle y veo un Polo rojo, miro la matrícula pensando que me lo voy a encontrar y el dueño me va a dejar dar una vueltecita.