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miércoles, 27 de febrero de 2013

Mi sofá

Tengo un sofá rojo y negro que no me gusta nada. Bueno, a decir verdad es un sofá cómodo, moderno y todo eso, pero su color daña mis ojos cada vez que lo miro con atención. Como ya se ha convertido en un elemento más de mi casa, ya ni lo miro, simplemente está ahí, para sentarme, tumbarme y ponerme cómoda.
Pero es que es increíble cómo una decisión tomada así, un poco a la ligera, en plan "bueno, esto mismo así quedará bien", sin pensar demasiado, puede provocar que algo que no te gusta perdure hasta la eternidad (sí, sí, la eternidad; ¿cuánto tiempo vive un sofá?, años y años; no veo manera de quitármelo de encima).
El caso es que yo lo que quería era dar un toque de color a mi salón, algo diferente, original y alegre; sopesé varias opciones, verde, azul, rojo..., y no sé qué extraña cosa me pasó por la cabeza para pensar "ay sí, lo quiero de dos colores, que hagan contraste", y ya lo creo que lo conseguí. Cuando lo elegí no me quedé del todo convencida, aunque en realidad yo creo que cuando decoras o eliges cosas de una casa nunca te quedas del todo convencida hasta que no lo ves puesto; pero cuando me lo trajeron, se me salieron los ojos de su sitio.
Podría haber comprado uno que viera en vivo y en directo en una tienda, o hasta en un catálogo, pero no, decidí arriesgar y, desde luego, perder, porque no me gusta, y por más que lo miro, sigue sin gustarme, aunque hay amigas que me dicen que es original, familiares que me dicen que les gusta y otros que me dicen que ni fu ni fa; yo, sinceramente, creo que todos mienten.
Yo es que soy muy de no molestarme demasiado en elegir las cosas de decoración, y con todo y con eso, tengo muebles y tal que no están nada mal y el color de las paredes también me gustan. He de agradecer, eso sí, al señor que me pintó el piso, que me quitara la idea de pintar mi dormitorio de rojo.
Bueno, pero ya está hecho, ahora solo falta que no meta demasiado la pata con las cortinas, si es que las pongo en algún año remoto. De momento, si alguno de vosotros me da ideas para deshacerme del sofá, y que parezca un accidente...

sábado, 23 de febrero de 2013

Siesta

A mí me gusta más la siesta que dormir por la noche. Es un sueño totalmente distinto, mucho más corto y más intenso. Dormir por la noche sería como comerte un chuletón, con el tiempo que eso requiere, y la siesta sería algo así como meterte en la boca un bombón, que se deshace y te está delicioso.
Sí, esa es la palabra que define la siesta, deliciosa. Las hay de muchos tipos; yo suelo practicar todas: la de sofá de 15 minutos, la de cama de una hora, y la de pijama y orinal, como decía Cela.
Sin duda la mejor es aquella en la que ni pones despertador; bueno, yo en realidad siempre lo pongo, pero la siesta larga larga es aquella en la que te echas a las 4, por ejemplo, y te dices "bueno, voy a poner el despertador a las 8, por si acaso no me despertara, pero vamos, es algo casi imposible", y ocurre, vaya que si ocurre muchas veces, que el despertador llega a sonar, te sobresaltas, piensas "vale, vale, yo estaba durmiendo, pero ¿dónde?, ¿cuándo?, ¿cómo?". Pasan unos segundos, bastantes, hasta que pones tu mente en orden.
Esa siesta está muy bien, pero tal vez sea un poco contraproducente, por el nivel de atontamiento que provoca.
Luego están las siestas más cortas; no sé..., una hora, una hora y media; que yo creo son las mejores. Duermes profundamente y te levantas hecha una reina. Y está muy bien echarse en el sofá e ir durmiendo, poco a poco, mientras oyes de lejos el murmullo de la tele.
Y por último, las siestas-express; yo soy capaz de dormirme 10 o 15 minutos y soñar y todo, aunque nunca recuerdo el qué. Estas son mis siestas más frecuentes, sobre todo de lunes a viernes y el mejor sitio es el sofá. A veces, cuando miro el reloj y me digo "ay, si solo me quedan 20 minutos para tener que ir a por el niño", creo que está todo perdido; pero no, me tumbo, pongo el despertador para que suene en 15 o 17 minutos (un minuto o dos más son valiosísimos) y cierro los ojos. Muchas veces, cuando me levanto, tengo la sensación de que he dormido mucho más, y es genial. Otras veces, las más, te quedas con la sensación de que te falta algo, unos minutos más, claro.
Y lo peor, lo peor de lo peor, es que te despierten de la siesta. Una llamada, un porrazo del vecino o cualquier otra cosa, por eso yo siempre apago todo lo apagable y que me dejen en paz, que no existo.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Depósitos de felicidad

No sé qué extraña cosa nos sucede a las mujeres que, casi siempre que comemos algo delicioso, dulce, grasiento, la sensación de culpabilidad aparece de una manera fulminante. Bueno, tal vez eso les pase al 90% de las mujeres, porque no sé dónde leí que todas nosotras creemos que nos sobran, como poco, cinco kilos. Luego las habrá afortunadas que no les sobre ni un gramo y las afortunadísimas que pueden comer lo que les venga en gana sin que las calorías pasen sin pena ni gloria por su cuerpo.
Y es que el placer de una buena comida, o de meterte en la boca una galleta de chocolate, o un bombón, o un helado, es directamente proporcional a la rapidez con la que esa sensación desaparece y se transforma en culpabilidad y en una ridícula percepción de que, en un segundo, nuestras pistoleras han aumentado o nuestra barriga se ha hinchado.
Esto es una exclavitud absoluta, pero yo he decidido abandonarla. Desde que mi marido me dijo el otro día que mis michelines son "depósitos de felicidad", mi chip ha cambiado totalmente. Es verdad, ¿qué mayor felicidad que comerse un buen bocadillo de jamón, o de chorizo?, ¿y qué me decís de los browni?, ¿o de una simple galleta untada en Nocilla? Ays, se me hace la boca agua.
Sé que me engaño a mí misma pensando que el sentimiento de culpa va a desaparecer, pero en fin, si me lo quito de encima unos días, genial, y si al menos no me imagino mi barriga hinchándose instantes después de tomarme 7 sugus seguidos, pues mejor que mejor.
Yo de momento sigo con mis "depósitos de felicidad", llenándolos placenteramente y con la esperanza de vaciarlos algún día; eso sí, poco a poco, muy poco a poco...
Es que, estaréis conmigo, ¿por qué está prohibido lo mejor? Sería genial que hubiera una dieta que dijera "nada de probar las acelgas, olvídese de la merluza hervida, de las pechugas a la plancha, del té verde con kiwi y de la coliflor, ¡¡o como mucho una vez por semana!!; usted tiene que tomar a diario panceta, jamón, patatas fritas, bastante chorizo y cinco piezas de chocolate al día ¡¡y no olvide mojar con pan el aceite del pollo frito!!; verá cómo así logra quitarse esos kilitos de más, va mejor al baño y se siente más ligera".

jueves, 14 de febrero de 2013

Puertas de pareja

Las discusiones de pareja son todo un mundo. A mí me provocan un desconcierto terrible y más teniendo en cuenta que por la nimiedad más absoluta puede desatarse una pelea de lo más acalorada y, lo peor de todo, interminable. Porque eso sí, nadie se apea del burro.
El otro día tuve una discusión con mi marido porque yo me dejo la puerta del microondas abierta y él se deja la del armario. Aquello comenzó como un simple comentario de ambos y acabó con las más enrevesadas teorías de por qué la puerta de un microondas debe estar cerrada; evidentemente, su error del armario no era tan acusado, según él.
Y es que, reconozcámoslo, en una discusión de pareja, sobre todo de pareja, dar la razón al otro es admitir la derrota, sentirte cómo te sometes al otro e imaginártelo subiendo al podio, con una sonrisa maligna y su medalla colgada al cuello.
Cuando estás bien, viviendo tu día a día, tan contenta con tu vida..., de repente, por cualquier comentario tipo "por favor, te he repetido cientos de veces que pongas la tapa del microondas", "oye, ¿por qué no has metido la botella de agua en el frigorífico?" o "¿dónde están la carta del banco que recibí ayer?", comienza una conversación, que se lía, se lía todavía más y acabas discutiendo, y piensas "¿pero esto qué es????, ¿cómo ha sucedido?, ¡¡si yo estaba tan tranquila y tan feliz!!!"
Lo mejor que puede pasar en esos casos es que la cosa quede en una nube momentánea y se pase al instante; y lo peor, que ambos acabemos gruñendo por lo bajini, echando humo por las orejas y pensando "que te crees tú eso".
Todas estas discusiones suelen tener su punto de humor, lo mejor es que no van más allá y luego las recuerdas como una mera anécdota, seguramente que bastante divertida.
Ahora que caigo, acabo de escribir sobre discusiones en el Día de San Valentín. Bueno, excusa suficiente para que, si estáis enfadados, os reconcilieis, abraceis y subais los dos al podio.