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martes, 24 de septiembre de 2013

Situaciones (IV): Disimulando

La técnica del disimulo es todo un arte. A mí no se me da especialmente bien, aunque yo creo que todos, mejor o peor, sabemos hacerlo en ocasiones.
Yo soy incapaz de disimular un enfado. Me es totalmente imposible. La nube negra se apodera de mi fisonomía y no puedo hacer nada por controlarlo. Así que no puedo contar cómo se disimula una mala seta, porque nunca he sabido hacerlo.
Pero sí puedo contar otras situaciones de disimulo que, todo hay que decirlo, se me dan mal, creo, pero llego a salir del paso.
Para mí la más cotidiana es la de disimular que escuchas, cuando no te estás enterando de nada y ni te interesa. Me ocurre a veces con mi marido (querido, si me estás leyendo, no te enfades, y si te enfadas, disimúlalo); a veces me habla del IBEX, de la bolsa, del euribor o, lo que es peor, ¡¡de enchufes y cosas eléctricas!! Mi técnica es mirarle fijamente y asentir cada cierto tiempo (es importante asentir, y si lo acompañas con un "aha" o "anda, vaya" da mucha más credibilidad a la cosa) e, incluso, si intuyes cómo crees que él va a terminar una frase, hacerlo por él, por ejemplo, "ya sabes, el euribor ha subido el 25..., 27...", "por ciento", digo yo, y él continúa hablando, pero ahí has metido tu cuña, para que parezcas totalmente metida en la conversación o más bien monólogo, porque sólo habla él y yo pienso "virgencita, virgencita, que no me pregunte de qué está hablando o me pida un resumen". Es raro, te sientes como en un examen, con la diferencia de que aquí el suspenso se traduce en "¡¡no me estabas escuchando!!", y ante la evidencia de que te ha pillado lo mejor es desviar la atención con algo que le guste, "¿qué hacemos de cena, panceta o hamburguesa con dos huevos?".

Pero hay otras. Estas son las más recurrentes y mis consejos para salir del paso:

Disimular que algo está delicioso. Esto es muy muy difícil. En mi caso me cuesta muchísimo cuando me ofrecen insistentemente algún pastel o tarta que tenga higos o pasas. Es increíble cómo a la gente que le parece que algo está buenísimo, piensa que al resto nos tiene que parecer lo mismo, "pruébalo, acabo de hacer la tarta, está riquísima", "no gracias, estoy llena", dices para no desvelar la verdad "oye mira, tu tarta tiene un aspecto lamentable". "Venga, toma", y ya te está metiendo prácticamente el trozo en la boca. 
Tú en una milésima de segundo piensas "por favor, que en ese trozo no haya pasas", ¿¿que no haya pasas??, ¡pero si parece una tarta de pasas con pasas! Muerdes un trozo minúsculo, te lo metes en la boca e intentas que no se note tu cara de asco y que te has tragado el trozo sin masticar y sin respirar. Miras lo que te queda en la mano, que te parece tan grande como un pan payés, y das otro mordisco; en un descuido de la "pastelera" te tapas la nariz para tragar el segundo bocado; pero la tía se descuida poco y te mira, "¿a que está riquisima?", "sí, muy buena". Pasa el tiempo y el trozo se fosiliza en tu mano, porque no te lo comes, "venga mujer, no comes nada", "ay, es que estoy llena, ahora, ahora". 
Si tienes la suerte de que haya mucha gente, puedes dejar el trozo encima de la mesa cuando nadie te vea; si tienes la suerte de que haya un perro por allí, puedes dárselo al perro sin que nadie te vea; y si no tienes ninguna de estas suertes, te lo comes despacito, tragando muy deprisa y sin respirar, procurando que no se note que te falta el aire. Después, un buen copazo, para quitar el sabor a pasas.

Disimular que miras a alguna chica de arriba abajo. Estás en un acto, o en una tienda, y ves a una chica, la miras un segundo y te llama la atención "qué guapa", y entonces te fijas en sus zapatos, te gustan, en su falda, te encanta, en su blusa, es ideal. Vale, vale, quieres estudiar más detenidamente ese look, pero que no se note como si fueras una cotilla de tomo y lomo o como si quisieras ligar con ella. Acércate despacio, mira de reojo, en plan detective y si hace falta te parapetas en un periódico, columna o puerta con cristales; tira algo al suelo, así podrás ver bien sus zapatos; también puedes hacer como que estás pensativa, con la mirada perdida. Eso sí, nunca, NUNCA JAMÁS, muevas la cabeza de arriba abajo para mirarla al completo, eso te hará parecer una marujona de libro.


Imagen idea de Sagrario C. y ejecutada por Marco A.

Tu hijo se pelea con otro niño en el parque. Estás en el parque con tu hijo, siempre pendiente de él, que no se pelee, que no robe juguetes, que no se caiga... Pero hay ratitos distendidos, lees el periódico, o hablas con alguna amiga o, mejor aún, tienes un día de perros, estás agotada y no te apetece hacer ya el más mínimo esfuerzo. Y de repente oyes a lo lejos que tu hijo se pelea por un juguete; te invade la pereza, estás taaaan a gusto. Oyes a la otra madre "déjaselo al niño, hay que compartir" y adivinas que es tu hijo el que se quiere apoderar de algún juguete que no es suyo. En condiciones normales vas a resolver la situación, pero ahora no te apetece, estás tan tranquila, o tan cansada..., así que mejor disimular. Hablas con tu amiga más alto, gesticulas, parece que no te estás enterando de nada de lo que hace tu hijo; o lees el periódico tan concentrada que ni te enterarías de una explosión, "que se apañen ellos", piensas. La cosa suele acabar como el rosario de la aurora y tienes que intervenir, pero al final, así que... que te quiten lo "bailao".

Alguien te llama, tú no lo oyes..., ¿o sí? Bueno, está claro que sí. Vas por la calle, por donde sea, y a lo lejos ves a alguien conocido que te provoca este pensamiento "ayyyy, noooo". Si giras sobre tus pasos se va a notar mucho, así que miras disimuladamente un escaparate y doblas la esquina, pero justo cuando lo estás haciendo oyes que te llama "¡Eeehh, Susana!!". Pero no quieres, te resistes, es el plasta de turno o algo peor, alguien a quien habías prometido llamar hace dos meses y no lo hiciste. 
Salir corriendo quedaría demasiado descarado, así que sigues andando, cada vez más deprisa, y la otra persona te sigue llamando, "me va a alcanzar", piensas. Pero tú haces como que no le oyes, el ruido de la calle te lo impide. Te agobias, ya está cerca, ya está cerca, entonces se te ocurre algo muy patético, finges que te suena el móvil y te pones a hablar, con cara de circunstancias; aceleras el paso como si te estuvieran dando la terrible noticia de que tu piso se está inundando. Ahora sí es creíble, ya no le escuchas y, además, vas tan deprisa que ya no te puede alcanzar.
NOTA IMPORTANTE: quitarle el sonido al teléfono, no vaya a ser que suene mientras lo tienes pegado a la oreja y estás atendiendo la llamada imaginaria.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Qué pasó anoche... (I)

Coge el teléfono, marca su número y, al compás de la espera, escucha los latidos de su corazón rugir dentro de su pecho. Está nerviosa, le tiembla el cuerpo, no sabe qué dirá si él descuelga, si contesta a la llamada.

- Hola.
Ella piensa, los nervios se acentúan, las palabras no salen...
- Oye, ¿estás ahí? - dice él.
Sigue sin decir nada, su mente va deprisa, pero está bloqueada.
- Julia, ¿estás ahí?, no oigo nada, ¿oye?, ¿oye? Cuelgo y te vuelvo a llamar.

Durante esos segundos piensa con rapidez, ¿cómo puede hablar con tanta naturalidad?, ¿como si nada pasara? Sigue sin poder decir ni una palabra. Él cuelga y pocos segundos después, el teléfono de Julia suena. Es él. Lo deja sonar, una y otra vez. Está más tranquila, aunque sigue nerviosa. ¿Qué hacer? Ha sido ella la que ha llamado primero, ha sido ella la que quería hablar con él y como no se atreve a decírselo a la cara (cobarde, qué cobarde se siente) ha optado por decírselo por teléfono.

Pero no contesta a su llamada. El teléfono sigue sonando, lo observa como si quemara y no lo coge. Maldita sea, si ha sido él el que ha fallado, ¿por qué se siente ella tan poca cosa, tan cobarde? Se pone más nerviosa aún y sin pensarlo empieza a teclear un mensaje, dirigido a él.

"Anoche te vi"

Lo envía y el peso que creía se quitaría de encima se ha multiplicado por mil. Su teléfono vuelve a sonar a los pocos segundos. Es él. Ha leído el mensaje. Julia se arma de valor y descuelga.

- Sí. 
- Julia, ¿qué pasa?
- Lo que has leído.
De repente se siente más tranquila. Solo acierta a decir frases cortas; cree que si da largas explicaciones se va a echar a llorar y no quiere.

- No te entiendo Julia, qué viste.
- A ti.
- ¿Dónde?
- Donde quiera que estuvieras ayer.

Intuía que él estaba empezando a ponerse nervioso, pero lejos de demostrarlo, atacó.

- Oye mira, no entiendo a qué viene esto, no te entiendo a ti, no me gustan los jueguecitos de palabras, los acertijos. Di las cosas claras, háblame sin dejarme a medias. Tienes un tono muy raro, ya está bien.
- Qué valiente pareces.

Ella seguía sin poder decir una frase más larga. Tenía ya un nudo en la garganta. Las tentaciones de colgar el teléfono eran cada vez mayores.

- Bueno ya está bien, me estoy empezando a cabrear. Háblame claro.
- ¿Dónde estás?
- Pues dónde voy a estar, en casa. ¿Dónde estás tú?
- ¿Y qué hiciste anoche?
- Puessss, ya te lo dije, salí con éstos.
- ¿Por dónde?
- Bueno..., primero de tapas y luego de copas, ya sabes.
- Pues te vi.
- Joder Julia, pues haberme dicho algo, ¿es que al final saliste?
- No exactamente.
- Ay mira, ya vale, venga, qué pasa, qué viste, que me estoy empezando a hartar.
- No quiero decírtelo yo, dímelo tú.

Pasaron unos segundos de silencio, y más silencio. Él no decía nada, sólo se le oyó resoplar y soltar una risita nerviosa.

- Oye, venga ya, ¿esto es una broma? Me estoy empezando a cansar.
- Cobarde.

Fue lo único que acertó a decir ella antes de colgar. No quería seguir escuchándole. La cabeza empezó a dolerle y a irle muy muy deprisa, ¿y si no era él? Sí, sí, seguro, era él, no cabía la menor duda. 
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un nuevo timbrazo del teléfono. Era él. De nuevo. Volvía a llamar. O movido por el sentimiento de culpa o por la perplejidad de la actitud de Julia. A ella, sin embargo, le pareció que había pasado muy poco tiempo para que él se hubiera buscado una excusa que darle, una explicación.

Se lo pensó, seguía sin poder hablar demasiado, el nudo en la garganta seguía ahí, pero se armó de valor.

- Qué quieres.
- A ti.

Esas dos únicas palabras fueron como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago y en el cuerpo entero. Con esas dos palabras lo supo, él se lo confirmó sin quererlo, el de anoche era él, sin duda. 

Qué poco piensan los hombres a veces... Qué poca picardía, qué poco saben leer entre líneas.

- Voy a colgar.
- ¿Por qué Julia? No cuelgues, venga, qué te pasa.
- Ya hablaremos.
- Vamos a hablar ahora.
- Pues venga, habla.
- ¡¡Bueno ya está bien!! Me estoy cabreando.
- Me alegro.

Y colgó. Julia volvió a colgar... Necesitaba una estrategia para que él confesara, para que ella no pareciera una loca que ve visiones...

lunes, 9 de septiembre de 2013

Qué pasó anoche (II)

Carlos se quedó con el teléfono en la mano, mirándolo con cara de póker. Decidió no volver a llamar a Julia, la cosa estaba liándose y ella parecía cada vez más enfadada. No sabía qué hacer, estaba dispuesto a no admitir nada hasta que ella no hablara. Conocía ese tipo de faroles; dices algo, lo insinúas, tiras de la lengua y, al final, la persona acorralada, pensando que le han pillado, canta por soleares.

No, no, era una trampa, estaba seguro. Comenzó a repasar mentalmente todos sus pasos de la noche anterior cuando el sonido de un mensaje en su móvil le sacó de su concentración. Resopló y con cierto temor lo abrió

“¿¿Estaba buena??”

Su primera reacción fue saltar del sillón de un respingo. Comenzó a ponerse muy nervioso. Notaba el sudor en sus manos y de repente empezó a picarle todo el cuerpo. ¿Cuándo había sido?, ¿en qué momento le había visto?
No podía ser.
Descartó la idea.
No pudo haberle visto.
Tuvo que ser alguien, otra persona, la que se lo haya dicho a ella.

¿Y si alguno de sus amigos se la ha jugado?

Cogió el teléfono nervioso y marcó el número de Luis. Apagado. Siguió con Ramón. Apagado también. Mejor no seguir, pensó. Esto es ridículo.

Tenía una resaca monumental y prefirió salir a la calle, a que le diera el aire. Se dejó el móvil en casa, a propósito. Se estaba volviendo majara, ¿por qué no le hablaba claro en lugar de andar con los mensajes de intriga? "Me está acorralando", pensó. Lo mejor sería negarlo todo, no era él, sería alguien parecido. Al fin y al cabo chicos altos y morenos hay a miles en la ciudad. Él se había cuidado de que no le pillaran. "Joder, menudo lío...".

La calle le despertó de su letargo y aflojó un poco sus nervios. La gente iba de un lado a otro, los coches circulaban normalmente..., pensó que adoraba Madrid y que, pasase lo que pasase, siempre le quedaría su ciudad, donde perderse y pasar de todo.

Paseó bastante tiempo, mucho, Princesa, Plaza de España, Gran Vía..., torció por la calle Fuencarral y acabó en la Glorieta de Bilbao. Entró en un bar y tomó un café con leche; ni siquiera pudo sentarse. Volvía a estar nervioso, volvía a picarle el cuerpo. Cuanto más cerca se sentía de casa, peor se encontraba... Bebía mientras pensaba, pensaba mientras bebía. Un empujón le sacó de su sopor, "balato, balato"; ni siquiera pudo contestar, se había echado encima lo que quedaba del café con leche y salió del bar despavorido con todo el lamparón sobre su camiseta blanca.

Decidió volver, necesitaba dormir algo. No creía que Julia volviera a casa; al menos no hoy, al menos no esta mañana. Llegó a Valle Suchil y torció por Rodríguez San Pedro. Iba andando tranquilamente cuando, casi ya en la esquina de su edificio la vio.

Allí estaba Julia, abriendo la puerta y entrando en el portal.

martes, 3 de septiembre de 2013

Qué pasó anoche (III)


Julia entró, cerró la puerta y escuchó. Silencio, no se oía nada. Dio una vuelta rápida por el piso y vio que Carlos no estaba. ¿La habría engañado al decirle que estaba en casa? No, en seguida se dio cuenta de que no, su teléfono estaba sobre la mesa del salón. Había salido hacía poco.

Le temblaba todo el cuerpo. De camino hasta aquí no pudo ni pensar, sólo quería encontrárselo de frente, mirarle a la cara y hablar con él. Ahora él no estaba. De repente se le iluminó una idea: “pruebas, tiene que haber pruebas”.  

Se pasó por alto su fe en él, la confianza depositada, el hecho de que su relación se basara en la verdad y en que cada uno, aunque en pequeñas dosis, tuviera su espacio, y no sólo su espacio en cuanto a tiempo con los amigos, tiempo con la familia, tiempo para uno mismo, sino también su espacio físico. Ella jamás le había fisgoneado nada; tal era la confianza que se tenían… Ella no era así, nunca le había mirado el móvil, ni registrado los cajones de su despacho, nada, absolutamente nada. Pero ahora…, decidió saltarse sus principios más nobles y comenzó a invadir el espacio de él sin ningún miramiento y, lo más importante, a toda prisa, porque no sabía si él llegaría en ese mismo instante o dentro de horas.

Comenzó a abrir cajones, registrar calzoncillos, dentro de los calcetines, en la caja de la maquinilla de afeitar, pero no encontró nada, “vale, vale, tranquila, tal vez no estés buscando en el sitio adecuado”, pensó, cuando se dio cuenta de lo ridículo de buscar dentro de un puñado de calcetines, sobre todo porque no sabía ni qué esperaba encontrar.

Se tranquilizó un poco, pero siguió buscando,¡¡el armario!! Lo abrió y metió la mano en todos los bolsillos de pantalones, camisas y chaquetas, y de repente, en una de ellas…, un papel. Lo sacó, lo abrió y le dio un vuelco al corazón.

Un ticket de compra de El Corte Inglés.
Fecha, hace tres días.
Hora, las 12:37

Sus ojos recorrieron a toda velocidad el ticket. La estaba engañando. Ella no había visto en casa ninguna bolsa de El Corte Inglés, ningún paquete, nada… Creyó que iba a llorar, pero la rabia la contuvo. Soltó un grito “¡¡cabrón!!” y entró como un torbellino en el despacho de Carlos, dispuesta a encontrar esa maldita compra. 

Abrió cajones, y nada, miró en estanterías, detrás de los libros…, nada. Reparó en varias facturas de teléfono del móvil de Carlos y de repente recordó las palabras de su hermana, "todas las pruebas están siempre en el móvil". Así que, sintiendo que invadía una fortaleza o que apuñalaba a su novio por la espalda, abrió la carta aún cerrada de la última factura. Leyó deprisa, miró con ansia si algún número se repetía, y efectivamente, ahí estaba, un número, un fijo, de Madrid, siempre el mismo, siempre, siempre, ¿y la hora? Casi la misma en cada llamada, 13:35, 13:02, 13:54, 12:56. Horas en las que él estaba en casa y ella, trabajando. 

Decidió no pensar, simplemente actuar. Corrió al salón a por el móvil de Carlos y con los dedos temblorosos marcó el número fijo que se repetía como el ajo en la factura. Marcó, ahí estaba, memorizado en la pantalla. Escuchó...

Un toque...
Dos toques... 
Tres toques...
Cuatro toques...
Por fin descuelgan. 

Julia creyó que se le subía toda la sangre de golpe a la cabeza cuando escuchó unas palabras y una voz de mujer. Colgó y con un grito desesperado lanzó el móvil contra la pared. Se estampó contra el suelo en unos cuantos pedazos, pero ella ni siquiera reparó en eso, siguió gritando mientras se movía de un lado a otro por la casa "¡maldito hipócrita!, ¡embustero!, ¡mírame a la cara y dímelo!".

Tenía que haber algo más y ya, sin ningún tipo de remordimiento, ni pudor ni sentimiento de culpa por pensar que tal vez se estaba equivocando, rastreó toda la casa como un perro de presa. Miró debajo de la cama, en el doble fondo de los cajones, encima de los armarios, vació estanterías, cajas de ropa sin usar, bolsas con mantas para el invierno... Nada.

Volvió al despacho de Carlos, a seguir rastreando. Cuando reparó en el sofá. Acababa de recordar que levantando el asiento había un hueco enorme para meter cosas. Carlos siempre tenía el sofá atestado de libros y hasta de ropa, probablemente para que Julia no se tomara jamás la molestia de abrirlo y mirar lo que había en su interior. 

Comenzó a liberar el sofá desesperada. Tiró al suelo los libros, los discos, la ropa, su mochila, todo lo que Carlos había puesto allí, probablemente de manera deliberada, para que a ella nunca se le ocurriera abrirlo. Él hacía que pareciera que todo eso estaba ahí encima porque era un poco desordenado, y en realidad lo dejaba allí a conciencia para que ni a nadie ni a ella se le ocurriera abrirlo.

Esta era la teoría de Julia mientras quitaba todos los trastos de encima. Cuando por fin el sofá estuvo libre se detuvo, respiró hondo y sin pensarlo dos veces, con la valentía que le daba la rabia y el desengaño, lo abrió y contempló horrorizada la prueba palpable de sus sospechas.