Mis manías van conmigo a todas partes. Yo las tengo de muchos tipos: caseras, corporales o callejeras. Y eso que no me considero una persona demasiado maniática; pero ahí voy, a contar las más recurrentes, a ver si a alguno de vosotros os suena y os sentís identificados.
Mi "manía estrella", la que va conmigo desde el principio de los tiempos es el resecamiento de mi piel. No sé si será una manía o, como dice mi madre, que estoy mal de la cabeza. Consiste en lo siguiente: siempre, siempre, absolutamente siempre después de mojar cualquier parte de mi cuerpo y que ésta se seque (véase fundamentalmente manos, pies, tobillos, rodillas y cara, en orden de más a menos reseco) tengo que echarme una dosis considerablemente alta de crema. Ayyy, si no fuera por la crema me volvería loca; tengo cremas en el bolso, en el salón, al pie de la cama, al lado del ordenador de casa y en el cajón del escritorio de mi trabajo. Si no me echo crema mi piel empieza, como yo lo llamo, a "resecarse", no puedo evitar frotarme las manos compulsivamente sintiendo una sensación áspera, seca y muy muy desagradable; y lo que es peor aún, lo hago una y otra vez, lo de frotarme las manos, o los deditos de los pies, o estirar la cara..., simplemente para sentirme fatal, mal, peor, y para corroborar que ¡¡necesito crema ya!! Y como no la tenga a mano..., entonces me vuelvo a mojar una y otra vez hasta que la consigo. En fin, al menos esta manía tiene una ventaja enorme: mi piel está hidratadísima y tengo una suavidad extrema.
Mis pies sufren los estragos de mi manía estrella. |
Otra manía que me persigue son los trapos de cocina. Es horrible, no soporto verlos sin doblar. No es que no me guste, es que me entra como una especie de mini-nube-negra y necesito doblarlos y colocarlos al instante. La cocina puede estar limpísima, pero como tenga el trapo de cocina tirado ahí de cualquier manera en la encimera, me da la sensación de que está todo sucio y desordenado. Mi marido sabe bien de lo que hablo; el pobre los dobla automáticamente cada noche, como un robot, no sea que cuando yo llegue a pasar revista me encuentre con el aterrador panorama de un trapo arrugado en cualquier lado.
Lo de contar mentalmente los números de las matrículas de los coches es algo que ya he oído por ahí; yo he tenido esa manía a temporadas, pero la que tengo ahora es mucho más engorrosa: cuando voy por la calle y veo un letrero de lo que sea, cuento mentalmente las letras, y las "i", "j", las que tienen tilde o llevan algún complemento (véase la Q o la T) cuentan doble; por ejemplo si leo "Joyería", la palabra tiene una puntuación de 9. El triunfo está en encontrar una palabra que tenga una puntuación de 10. Es bastante agotador, porque no suelo encontrar muchas, y es bastante patético, porque cuando la encuentro, parece como si alguien me diera una palmadita en la espalda diciéndome "muyyyyyyyyyy bien". Espero que se me pase pronto.
Y afortunadamente ya no tengo botella de butano en casa, pero la he tenido durante muchos años y hasta no hace demasiado tiempo. Los enamorados dicen eso tan cursi de "eres lo último en lo que pienso antes de irme a dormir", bueno pues yo no, yo siempre pensaba en la botella de butano. Tenía que revisarla antes, no de irme a la cama, sino de dormir; si la revisaba y me metía a la cama a leer, cuando terminaba y me disponía a dormir, aun sabiendo que ya la había mirado, volvía de nuevo a la cocina. Y la revisión no consistía en mirar o tocar la alcachofa para ver que estaba cerrada; no, no, yo contaba mentalmente hasta 10 mientras pasaba el dedo una y otra vez por ese interruptor negro que tienen. Pero lo peor viene ahora: no contaba hasta 10 una sola vez, lo hacía al menos tres o cuatro o cinco, es decir, que en realidad contaba como hasta 50 o más. Agotador, realmente agotador. Cuando el butano salió de mi vida me sentí muy aliviada.
Y por último mi manía con las puertas. Hay algunas estancias de la casa que me son indiferentes, pero otras "deben" tener la puerta así o asao, de cerradas o abiertas, me refiero. La que más lata dio a mis hermanos y amigos fue la del salón del piso en el que vivíamos en Madrid. La puerta debía estar cerrada, pero no del todo, simplemente con una finísima abertura. Si estaba abierta o entreabierta me daba la sensación de que algo se escapaba, de que las visitas se iban rápido; si estaba totalmente cerrada me sentía ahogada. Y la manía sigue ahí, porque cada vez que vuelvo al piso, mi puerta me espera para que la ponga como Dios manda.