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domingo, 6 de septiembre de 2015

Yo la merluza, tú la chuleta

Siempre me ha dado cierta envidia cuando alguien me cuenta o veo en la televisión la típica película cursi en la que él, totalmente enamorado, deja notitas de amor a su pareja por toda la casa o mensajes en el espejo del baño. En realidad me parece una ñoñada de campeonato, pero, en fin, ¿a quién no le gustaría algo así de vez en cuando? (Sí, sí, de vez en cuando, que a diario resultaría cargante y demasiado empalagoso).

Sin embargo he cambiado totalmente de opinión, porque el otro día hicieron algo por mí que me dejó al borde de las lágrimas, tal fue la emoción que se apoderó de todo mi cuerpo, y es que este fue un detalle real, palpable, comestible: mi marido se había comido a mordiscos o a pellizcos (no utilizó cuchillo, eso lo puedo asegurar) el borde requemado del bizcocho que yo había comprado ese mismo día. 

Él sabe que mi momento del día es por la noche, cuando me quedo sola, cuando todos duermen, y puedo tomarme mi vaso de leche con cola-cao con un trozo de bizcocho o una magdalena (sí, sí, prometí dejarlo, pero estoy en ello), y también sabe que el borde del bizcocho no me gusta nada, lo voy evitando a ver si alguien se lo come antes que yo.

Y por eso tuvo el enorme detalle de comerse el borde, sin decirme nada, sin alardear de ello, y cuando anoche fui, inmersa en "mi momento", a comer mi trozo, y veo que falta lo que menos me gusta, casi lloro de alegría y de emoción. En ese instante, y no en el altar, ni en la sala de partos, ni haciendo a ninguno de nuestros tres hijos, supe, con certeza absoluta, que mi marido me quiere.

Ay, qué fácil puede ser tocar la fibra de alguien, conocerle, saber lo que le gusta y ofrecérselo, o saber lo que no le gusta y evitar que se tope con ello. Querido, el próximo día me como yo la merluza y tú la chuleta.

domingo, 26 de abril de 2015

Enganchada a la teta y a la culpa (ese maldito sentimiento)



Me siento en una encrucijada actualmente en mi vida, que puede parecer sencillo, pero no lo es: destetar a mi hija. Tiene 10 meses y al sentimiento de culpa por tener que hacerlo en breve (los motivos ya los revelaré en su momento), ya que a mi hijo mayor se la di hasta los 20 meses y siento como si a ella le hiciera un "feo" respecto a su hermano (maldito sentimiento de culpa de las madres, que siempre es infundado, que no nos lleva a ningún sitio y que nos hace sentir mal si hacemos esto, si lo dejamos de hacer, si estamos o si no estamos), pues que a ese sentimiento de culpa se suma la pena porque piensas que le estás quitando algo tan valioso que la niña te mirará con recelo, rencor y casi como diciendo "mi madre no me da lo que quiero, ¿por qué me abandonas así?".

Tal vez suene exagerado, pero es cierto. Yo siempre he sido una defensora de la lactancia materna, cuanto más tiempo, mejor, pero reconozco que mis ideas están cambiando, aunque aún no demasiado. Sigo defendiéndola, pero reconozco que también debe estar en lugar prioritario el bienestar de la madre, porque si yo estoy bien, mi hija también lo estará, y si yo estoy cansada, agotada, falta de sueño..., mi hija acusará el malhumor de su madre casi constante. He pasado por grietas y heridas al principio, pero aún así eso no me pareció suficiente para renunciar y con un enorme esfuerzo superé ese mes inicial de dolor porque consideré que merecía la pena, tanto para ella como para mí, y porque el vínculo y el contacto físico que se crea es genial y muy difícil de superar.

Esta viñeta me hizo reír a carcajadas. Podéis ver más aquí.
Me encantar darle el pecho, pero no como 10 veces durante las noches. Se puede decir que duermo a intervalos de una hora, dos o con muchísima suerte, tres horas; son pequeñas siestas que van desde las 11 de la noche hasta las 8 de la mañana. Y yo así NO PUEDO VIVIR. Los ultradefensores de esta práctica, entre las que me incluyo, vale, dirán que la meta en la cama conmigo y ella chupe cuando quiera. Vale, vale, que prueben a dormir de lado toda la noche, con el cuerpo entumecido y con unas minitenazas mordiéndote el pezón todo el tiempo. Un sueño placentero no es, más bien al contrario.

¿Y cómo lo hago? Me resisto a dar el paso, no sé cuándo comenzar, me da pena, congoja, ansiedad de pensar que, vale, van a ser unos días malos hasta que la acostumbre, pero esos días serán de lloros, de brazos, de carro, mientras ella me va a extender los bracitos pidiendo auxilio y su tetita para dormir. Señor, qué suplicio.

Aunque cuento con el apoyo del padre de la criatura y su más que necesaria entrada en escena cuando haya que comenzar con la estrategia de destete, está claro que ellos no sufren lo mismo, y les envidio. No ven las cosas desde nuestra perspectiva de la culpa, de la pena y de la sensación de que abandonas a la criatura. "No la estamos dejando debajo de un puente, no le pasa nada, sólo está enfadada y quiere lo de siempre, sólo tiene que acostumbrarse". Envidio esa racionalidad, esa falta de sensiblería ridícula que a veces tengo o tenemos las madres, ¿hasta cuándo? 

Me ayuda pensar cosas como estas "esto no va a marcar su vida", "ni se va a acordar el mes que viene", "no me va a guardar rencor" o "cuando sea adolescente y pase de mí pensaré que por qué no lo hice antes", ¿alguien se le ocurre alguna estrategia más?

miércoles, 18 de marzo de 2015

Camareros antipáticos..., ¿por qué cuesta tanto sonreír?

Hoy desde aquí quiero hacer dos cosas. Primera, una denuncia. Segunda, un consejo o recomendación.

Voy por la primera y tengamos en cuenta que aunque imagino que esto pasará en mucho sitios de España y del mundo entero, yo, ahora, hablo de la ciudad en la que vivo, Toledo, y del barrio en el que resido, Santa Teresa; y concretamente del bar que hay debajo de mi casa, muy mono todo, mucho cup cake de ésos, mucho sofá a lo Friends, pero el servicio es pésimo. Puedo pasar la lentitud con la que te atienden aunque estés solo en el establecimiento (vale, vale, no pasa nada, no tengo prisa, tómate tu tiempo, no te estreses), ¿pero esas caras de seta revenía?, ¿ese hablaje en susurros?, ¿ese rictus que parece que se te acaba de morir el perro? Oye, eh, eh, tú, que he venido a tu bar, a tomar algo a tu local, que voy a pagarte por lo que me estás sirviendo, no me trates como si acabara de colarme en tu casa y te estuviera molestando.

Posiblemente, el nuevo empleado del citado bar.
Es muuuuyyyyyyy desagradable y, después de unas cuantas visitas a este bar, he decidido que no vuelvo jamás. El último día, concretamente el jueves pasado, mi amiga y yo optamos por reírnos de la cara de amargao con la que nos atendió uno de los camareros, que no había visto jamás; yo creo que era nuevo. El jefe debe de poner por condición indispensable a la hora de hacer la contratación lo siguiente: "Imprescindible ser muy antipático y no sonreír al cliente, y si éste viene con niños, más cara de asco todavía".

Como iba diciendo, mi amiga y yo optamos por reírnos, porque al tío sólo le faltó escupirnos a la cara, tal fue la simpatía y cordialidad con la que nos atendió. Qué agilidad de movimientos, qué frescura en el habla, qué amabilidad. Oye guapo, acabas de perder dos clientes, por ser tan majísimo de la muerte con nosotras y mirarnos por encima del hombro, como si nos hicieras un favor. El próximo día me tomo la Coca-Cola en mi casa y si quiero ver una cara perruna y desagradable pongo Gran Hermano VIP y miro a Belén Esteban.

Y lo segundo que quería hacer era una recomendación. En fin, yo no soy nadie en el mundo de la hostelería, pero sí he trabajado de cara al público y siempre he pensado que, además de llevar puesta ropa, debes llevar puesta una sonrisa amable, y si puede ser también simpática, mejor que mejor.

Hay por ahí mucho camarero, dependiente o profesionales detrás de una ventanilla que deprimen con sólo verles la cara, o que son antipáticos, desagradables y hasta maleducados. Afortunadamente son los menos, creo yo, y aunque siempre puede entenderse que todos podemos tener un mal día, cuesta muy poco ser simpático y cordial. Vende más, te vas con buen sabor de boca y, lo mejor de todo, repites.

viernes, 13 de febrero de 2015

Me han regalado un melón

Hoy me voy a poner cursi, que me apetece, oie.

Resulta que mi marido, para el día de los Enamorados, me ha regalado un melón. Lo que es un melón de verdad (véase foto), con su cáscara, sus pipas por dentro y su sabor a pepino, porque un melón en febrero no puede saber más que a pepino o, como mucho, como dice mi suegro, "por donde pasa moja" (traducción: no sabe a "ná" pero por lo menos refresca).

Diamante con forma de melón.
Para mí este regalo ha sido doblemente especial. Primero, porque ha venido dos días antes del día de los Enamorados, y segundo, porque es la primera vez, en nuestros más de 10 años de relación, que me regala algo con motivo de este día tan mega-chachi. Aunque, para ser sincera y con el corazón en la mano, lo primero que pensé fue "menuda mierda de regalo". Pero luego, recapacitando, pensé que qué cosa tan bonita y estupenda es que tu marido, sabiendo que a ti la fruta ni fu ni fa y que la que más te gusta es el melón, se haya acordado de ti en la frutería y haya decidido gastarse el pastón de 6 euros, para que tú comas más fruta y menos chocolate. Es taaaaaannn romántico. La cosa fue así:

Llego de trabajar. Él está en la cocina y me dice:

- Te he comprado una cosa que te va a gustar.
- Aaaahhh -digo yo poniéndome nerviosa-, ¿y qué es?

Ante la cercanía del Día de los Enamorados pensé "jo, qué encanto, ¿qué será?, una pulsera, un anillo, un colgante, un ramo de flores. ¡¡o mejor un bolso!!".

- Está en el frigorífico -me dice. Ante lo cual, descarté todas las cosas que acababa de pensar. ¡¡Bueno!!, no estaba mal, porque si el regalo estaba en el frigorífico, entonces es que era una tarta, pasteles o algo por el estilo. Así que lo abro emocionada y...

- No veo nada -le digo
- El melón, que te va a comer.

Señor, menudo melonaco, "este quiere que haga la dieta del melón", pensé empezando a cabrearme por segundos.

- ¿Pero qué clase de regalo es este?
- Bueno, no sé, como sé que la fruta no te va mucho y que lo que más te gusta es el melón, pues he pensado en comprártelo. De todas formas, nadie ha dicho que fuera un regalo.
- ¿Ah no?, ¿no es el regalo de San Valentín?

Mi marido me mira con cara de póker primero y luego con cara de lelo. "Aaahh, ya", pienso yo, "el regalo de San Valentín es otro".

- Puesssss, sí, bueno, tómalo como el regalo de San Valentín, es un diamante con forma de melón, ¿te gusta?

Señor Dios Mío Jesucristo, pero qué chistosillo está el desgraciao y qué ingenuidad la mía, resulta que me quiere apañar con un melón. Bueno, pues nada, esperaré al año que viene y miraré el lado positivo, que todavía no sé exactamente cuál es.

- ¡¡Me encanta!!, muchas gracias.
- ¿Y tú qué me has comprado? -me pregunta emocionado.
- ¿Yoooo?, pues lo estaba pensando, pero creo que ya nada, has dejado el listón muy alto. Comparto mi regalo contigo, que es más romántico.

Nueva cara de póker de mi marido.

- Y bueno, ya sabes, mi regalo especial es cada día el amor tan grande que siempre te profeso.
- Eeeeehhhh, sssssíiiii, vale, gracias -me dice dando un paso hacia atrás y saliendo despacito de la cocina como espantado.

Él no está acostumbrado a estas declaraciones de amor tan profundas, igual que yo tampoco lo estoy a que me regalen un melón, así que mejor esta tarde voy yo misma a comprarme mi regalo, que seguro que acierto. 

lunes, 9 de febrero de 2015

Situaciones (IX): ¿Cómo decirlo?

Llego a casa agotada después de una mañana de mucho trabajo, reunión con mis compañeras y, después, con uno de nuestros clientes más importantes. Suelto el bolso, me quito el abrigo, suspiro profundamente y voy al cuarto de baño a quitarme las lentillas. De repente me miro, ¡¡¡¡¡aaaaaaaarrrrrrrrrrggggggggggggggggg!!!!!!, vuelvo a mirar

¡¡¡¡¡¡¡¡NO PUEDE SEEEEEEEEEEEEERRRRRRRRRRRRRRRRRR!!!!!!

Tengo un moco verde y medio seco asomando descaradamente de una de mis fosas nasales. Asomando es poco, tiene más de medio cuerpo fuera, como queriéndose tirar por un precipicio pero bien amarrado para no caer. ¡¡¡¡¡¡Dios mío!!!!!!, ¿¿¿¿desde cuándo estás ahí????, ¿¿¿¿en qué momento apareciste?????, ¿nada más salir de casa?, ¿a media mañana, después de ese estornudo tan fuerte tras el que mis compañeras me miraron con cara de repelús?

 ¿¿¿¿Por qué no me he dado cuenta????, y..., lo peor de todo ¿¿¿¿por qué nadie me ha dicho nada??? Voy rauda y veloz a mi bolso, saco mi móvil con las manos temblorosas, se me cae al suelo, sudo, lanzo un grito desgarrador, me conecto al wasap y escribo a una de mis compañeras "¿tenía esta mañana un moco asomándome por la nariz?" y me contesta "SÍ", "¿y por qué no me lo has dicho?" le pregunto furiosa (bueno, ella no podía intuir que estaba furiosa porque no me estaba viendo, ni oyendo). No me contesta, vuelvo a preguntar "Oye, mocosa, nunca mejor dicho, ¿que por qué no me has comentado nada del moco en mi nariz?". Parece que mi compañera vislumbra que estoy que trino y ella, lejos de achantarse, se crece, "pues no lo sé, me ha dado vergüenza, a mí qué me importa, yo estaba a mis cosas, tampoco me he fijado mucho". 

Dejo el móvil, mejor no seguir con esta conversación de besugos. Vuelvo a mi dormitorio, me miro en el espejo de cuerpo entero: vestido monísimo, zapatos de tacón ideales para mi atuendo, pelo al viento gracias a mi nuevo champú, brillo de labios, colorete, un ligero toque de rímel para mis largas pestañas, ¡¡y el moco!! Es increíble cómo una cosa tan minúscula e insignificante es capaz de eclipsar a toda una persona que precisamente hoy se ha puesto divina de la muerte.

Desde aquel día, cuando estoy con alguien de trabajo o similares, no dejo de tocarme la nariz o ir al baño para ver si hay algo que asoma.


Yyyyyyy, que levante la mano a quien no le haya pasado algo parecido: que ves que tenías un moco en la nariz y te preguntas desde cuándo ha decidido acompañarte y cuántas personas lo habrán visto y no te han dicho nada por vergüenza.

Sí, sí, vergüenza, porque hay que tener muchísima confianza con la otra persona para que te lo diga, "oye, tienes un moco, quítatelo". No es fácil, igual que no lo es escucharlo, ¿por qué será, si es algo tan común como ir al baño? Pero no, cuando nos lo dicen la sensación es muy humillante, muy patética, te sientes como si te dieran un tomatazo en toda la cara.

¿Pero y decirlo? Uffffffffff, entiendo a mi compañera, yo tampoco lo hubiera dicho. Sin embargo, el que más sufre en esta situación es el que está viendo el moco, porque al fin y al cabo el portador de él las va a pasar canutas cuando llegue a casa y se lo vea (con suerte se caerá antes de que se entere y se irá de rositas), pero antes no, él ignora la existencia de esa cosa que sale de su nariz. Sin embargo tú no, tú hablas con esa persona, gesticulas, sonríes, y no puedes evitar mirar al moco una y otra vez. Te da asquito, pero está ahí, asomado, como saludándote, y tú sin poder decir nada, deseando que la conversación acabe cuanto antes.

Que le pregunten a los hombres hacia dónde se le irían los ojos una y otra vez sin remisión si estuvieran en una cafetería, frente a una chica con un escotazo de aúpa y un moco saliendo por su nariz. Yo sé la respuesta, aunque nadie lo admita.

Por desgracia no tengo la fórmula para que ni el que dice ni al que se le dice pasen un momento de lo más cortante ante esta situación, muy similar a cuando ves alguien con la bragueta abierta o con una mancha fea y hasta sospechosa en el jersey (¿lo sabrá?) o con unas pintas de zolocho que tiran para atrás.

Yo opto por decirlo, aunque duela. A mí me gustaría que me lo dijeran, aun a riesgo de ponerme como un tomate, pero al menos te lo han dicho. Aunque hay una situación en la que mejor no decir nada ni que te digan: cuando empiezas a salir con alguien. Te maqueas, te pones estupenda y ¡zas! o, lo peor de todo, estás con ese chico que te encanta, le miras, os sonreís y..., ¡zas!, ahí está el moco. ¿Qué hacer? Mejor nada, esperar que pase cuanto antes, rezar para que en la próxima cita no haya visitantes incómodos..., y cerrar los ojos cuando os deis el beso de despedida y no abrirlos hasta no entrar en casa.

(NOTA: si el chico en cuestión tiene otro moco en la segunda cita, pensad muy bien si queréis seguir con esa relación "a tres")

martes, 20 de enero de 2015

Situaciones (VIII): Casada con un cazador

Mi marido tiene muchas virtudes, pero un pequeño defecto: es cazador. Y no es que considere que ser cazador sea un defecto, es que mi marido no es un cazador cualquiera, se siente tan arrastrado por su afición que bien podría volver a la época de las cavernas; estoy segura de que le encantaría vivir en una cueva y que cada mañana le dijera "cari, hoy trae para comer un mamut". 

Y yo, con paciencia y a veces con no tanta, sufro las consecuencias.

Primera consecuencia: de repente... ¡desaparece!

Creo que esta es la más molesta de todas. Estás en la camita tan a gusto, adormilada, mmmmm, qué bien, hoy es sábado, podremos disfrutar de un ratito en la cama, hablando, sin estar pendientes del despertador. Te desperezas, te sonríes, palpas con la mano su lado de la cama, vuelves a palpar, lo vuelves a hacer esta vez dando manotazos, tus ojos se abren como platos, tu sonrisa se petrifica, te das la vuelta y ¡¡allí está!!, ¡¡su hueco vacío y son las 7 de la mañana!!
¡¡Ggggrrrrrrr!!, lo ha vuelto a hacer, se ha ido sigilosamente. Saltas de la cama para comprobarlo, aunque sabes de sobra que no hay nada que comprobar. No está en la cocina, en el despacho; miras en el armario y su ropa de caza tampoco está. ¡¡¡¡Aaaayyyyyyy, se ha vuelto a ir!!!! Te acuestas más cabreada que una mona e intentas conciliar el sueño para no caer en la peligrosa tentación de mandarle un mensaje incendiario al móvil.

Mi marido, tras abandonar el lecho conyugal.
Segunda consecuencia: pico de ave, orejas de conejo

El amiguito de Bamby, Tambor, me cae gordísimo, probablemente porque habré comido más conejo en los últimos cinco años que mucha gente anciana en toda su vida. Arroz con conejo, patatas con conejo, conejo al ajillo, conejo con tomate, conejo frito y conejo en escabeche. Los he comido en todas sus versiones; sí vale, está muy rico, ¡¡pero prefiero el pollo!!
Y no hablemos de las palomas: paloma estofada, croqueta de paloma, cocido con paloma.
A veces me levanto por las mañanas y al mirarme al espejo creo que tengo pico de ave y orejas de conejo. 
Mi marido se defiende alegando que nos ahorramos cantidad de dinero en comida y que la carne de caza es sana y no engorda. ¡¡Que alguien me invite a chuletón!!

Tercera consecuencia: me chifla ronchar plomo

Es muy agradable cuando, por cuarta vez esta semana, estás comiendo conejo y, de repente, muerde que te muerde, de pocas te rompes una muela porque te acabas de meter en la boca sin querer un plomo. Son diminutos, no se ven, pero ojo si los muerdes, qué sensación taaaaaaan agradable :(

Cuarta consecuencia: sorpresas en el frigorífico

Sin ir más lejos, el otro día abro mi nevera, el cajón de la fruta, meto la mano para coger un plátano y... ¿quién me manda a mí rebuscar? Di tal salto hacia atrás que casi acabo en la casa del vecino. ¡¡¡Un pájaro muerto en mi frigorífico!!!, ¡¡¡con plumas y todo!!!
Señor, señor, ¿pero no te dije que no quiero bichos con plumas o pelos en mi casa? Es inútil y, viendo la inutilidad de mis palabras, he optado por no abrir el congelador salvo en casos estrictamente necesarios de hambruna acusada.
Es un factor sorpresa a veces difícil de asumir, y si no que se lo digan a mi cuñada (la hermana de mi marido), que tiene fobia a todo bicho alado con plumas (por qué será), y un día, tan cantarina ella, fue a buscar un helado al congelador de casa de sus padres y dio tal alarido que pensamos que se le había caído el frigorífico encima y le había rebanado las piernas, como poco. Resulta que había dos inocentes palomas congeladas.

Quinta consecuencia: intentar que te guste la afición de tu marido y salirte el tiro por la culata (nunca mejor dicho)

Mi lamentable aspecto en la única
montería a la que he ido.
Yo un día le dije "yo quiero ir de montería contigo", así, ala, y que Dios nos pille confesaos. A mi marido le hizo tal ilusión que hasta que no dio con una montería relativamente buena que nos pudiéramos permitir, no me llevó. Peeeeeeero, cuando llegué allí, me di cuenta de que parecía de todo menos una montera y tampoco me imaginé la cantidad de mujeres que allí me encontraría. Qué portes, qué estilazo, qué combinación de colores en su vestimenta, qué guapas..., ¿y yo?, estuve una semana pensando qué me pondría y al final me puse lo que tenía color marrón y verde en mi armario. Conclusión: un poema. Otra conclusión: qué frío. Otra más: resulta que en el puesto no se puede hablar, no se puede ni respirar. Y la última y la mejor: qué rico el desayuno y la comida y qué buen ambiente..
Estuvo bien como experiencia, pero no la repito.

Sexta consecuencia: cosas positivas

Hay que decir que a todas estas cosas también hay que sumar algunas otras muy positivas, como es el amor al campo. Tal vez suene cursilandis, pero es cierto. A mí siempre me ha gustado el campo y teniendo un marido al que le apasiona, pues es muy fácil seguir en permanente contacto con la Naturaleza. A mi hijo le encanta; se hace el remolón para ir al cole, pero aunque sean las 7 de la mañana, si le digo "Vidal, ¿quieres ir con papá al campo?", salta de la cama como un resorte porque quiere llegar el primero.

Ensalada de perdiz toledana. ¡Riquísima!

Y también está el tema de la comida. Es cierto que a veces te saturas de tanto conejo al ajillo, pero además de ser carne muy sana (mi hija de seis meses ya ha tomado un puré de verduras con pechugas de zorzal), nos ahorramos mucho dinero e intentamos innovar y hacer cosas distintas, como ensalada de perdiz, hamburguesa de jabalí, macarrones con tomate y carne picada de venao...

¿A nadie se le hace la boca agua?