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domingo, 6 de septiembre de 2015

Yo la merluza, tú la chuleta

Siempre me ha dado cierta envidia cuando alguien me cuenta o veo en la televisión la típica película cursi en la que él, totalmente enamorado, deja notitas de amor a su pareja por toda la casa o mensajes en el espejo del baño. En realidad me parece una ñoñada de campeonato, pero, en fin, ¿a quién no le gustaría algo así de vez en cuando? (Sí, sí, de vez en cuando, que a diario resultaría cargante y demasiado empalagoso).

Sin embargo he cambiado totalmente de opinión, porque el otro día hicieron algo por mí que me dejó al borde de las lágrimas, tal fue la emoción que se apoderó de todo mi cuerpo, y es que este fue un detalle real, palpable, comestible: mi marido se había comido a mordiscos o a pellizcos (no utilizó cuchillo, eso lo puedo asegurar) el borde requemado del bizcocho que yo había comprado ese mismo día. 

Él sabe que mi momento del día es por la noche, cuando me quedo sola, cuando todos duermen, y puedo tomarme mi vaso de leche con cola-cao con un trozo de bizcocho o una magdalena (sí, sí, prometí dejarlo, pero estoy en ello), y también sabe que el borde del bizcocho no me gusta nada, lo voy evitando a ver si alguien se lo come antes que yo.

Y por eso tuvo el enorme detalle de comerse el borde, sin decirme nada, sin alardear de ello, y cuando anoche fui, inmersa en "mi momento", a comer mi trozo, y veo que falta lo que menos me gusta, casi lloro de alegría y de emoción. En ese instante, y no en el altar, ni en la sala de partos, ni haciendo a ninguno de nuestros tres hijos, supe, con certeza absoluta, que mi marido me quiere.

Ay, qué fácil puede ser tocar la fibra de alguien, conocerle, saber lo que le gusta y ofrecérselo, o saber lo que no le gusta y evitar que se tope con ello. Querido, el próximo día me como yo la merluza y tú la chuleta.