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martes, 26 de noviembre de 2013

Situaciones (V): Hablando con una guapísima

Una mañana te levantas tan normal, te sientes tan normal y sales a la calle. Vas a trabajar como un día cualquiera; afortunadamente hoy no tienes uno de estos días en los que, te pongas lo que te pongas, todo te cae como si te pusieran un repollo sobre la cabeza. No, hoy no, hoy te sientes bien, mona, no tanto como radiante, pero casi casi.

Y resulta, como digo, que vas a trabajar y surge una salida. Tienes que ir a hacer tu noticia sobre una jornada de gente súperprofesional que va a formarse de no sé qué tan interesante. Vas, te presentas allí, y resulta que llegas antes de lo previsto. "Bueno, vente a tomar un café", me dice una de las chicas que organizan el curso. "Estupendo", respondo yo. Subimos a la cafetería, pedimos nuestra correspondiente bebida, ella y yo, las dos solas, cuando aparece una chica, "LA CHICA", que es alumna del curso y también se ha encontrado con que es demasiado pronto.

Mi acompañante la invita a sentarse con nosotras, nos presenta y, acto seguido, se larga, excusando que tiene aún cosas que cerrar en la sala donde se va a impartir la jornada. "Genial", pienso yo, viendo horrorizada cómo me había lanzado sin compasión a la ya conocida situación de "sosteniendo conversaciones", incómodas, debería añadir.



Pero en seguida me doy cuenta de que esto no va a ser una situación incómoda, porque resulta que la chica es majísima y, como yo tampoco soy muda, pues empezamos a hablar de cualquier cosa. Y poco a poco, me voy dando cuenta de que es guapísima: pelo rubio, largo, con mechas de éstas que se ponen las tías buenas que no sé cómo se llaman (las mechas, digo), dientes blanquísimos y todos en su sitio, cutis perfecto, maquillaje suave, ojos azules, uñas perfectas, alta, delgada, con un vestido que le queda como un guante, enjoyada (con cosas buenas, se notaba), pero sin pasarse, y unos zapatos print animal preciosísimos. La tía era algo así como una de estas princesas de Disney, solo que sin el vestido hasta los pies y algo más bronceada.

Y aunque nuestra conversación transcurría amena, animada..., a mí me había abandonado hacía tiempo esa sensación casi radiante con la que me levanté por la mañana. De repente todo lo que llevaba encima me parecía harapiento y hasta maloliente, ¿y ese pelo?, que se podría freír un sanjacobo encima de él..., ¿y mis uñas?, ¿y mis cejas, nunca perfectamente depiladas? Empecé a sentirme fea, jorobada y zarrapastrosa, mientras la otra no dejaba de hablar y de mover sus pulseras de oro.

"Bueno, algún defecto tendrá", pensé, mientras me afanaba como una loca en encontrarlo. Algún pelo traidor en la barbilla, algún "paluego" entre los dientes, ¿tal vez olía a sudor? No encontraba nada, "normal, estas tías no dejan nada a la improvisación; con esos zapatos no puedes llevar ni un pelo fuera de su sitio". Y entonces seguí sintiéndome fea, y además pequeñita, y gorda, y deforme. Era como el jorobado de Notre Damme frente a Claudia Schiffer.



Eso sí, yo no paraba de hablar, majísima, "jajaja, jojojo, ¿no me digas?", mientras sentía cómo me iba haciendo más y más pequeñita, cada vez, como si mi silla estuviera engulléndome poco a poco y me dijera "¡¡vete a tu casa y arréglate esas pintas!!"

El colmo del remate fue cuando ella, divina toda, me dijo "oye, pues a ver si nos vemos otro día por aquí". Yo me quedé con la sonrisa tiesa, contestando entre dientes "Sssssí, claro", mientras pensaba "la próxima vez que me encuentre contigo espero que estés embarazada de 8 meses, tengas la nariz como un payaso, la boca como una longaniza, los pies como un globo y el pelo con más raíces que una patata".

martes, 5 de noviembre de 2013

Factor sorpresa (IV). El desenlace

Raúl pagó la cuenta lo más rápido que pudo y corriendo salió a la calle. Pensaba ver a Marisa esperándole, pero no estaba, no había nadie. Desconcertado miró a un lado y a otro, no entendía nada, tanto misterio le sobrepasaba, le molestaba pero también le cosquilleaba por dentro. Deseaba verla ahora más que nunca, para pedirle explicaciones, para preguntarle a qué jugaba... Su móvil sonó de nuevo.

"¿No te divierte esto? Ve a tu coche y dirígete a la calle Andrés Mellado nº37, 5º izquierda. Te espero. Impaciente. Yo sola"

Lejos de pensar en contestarla, de preguntarle qué juego era este, no lo dudó ni un momento y se dirigió a su coche. No pensaba, sólo actuaba. Estaba excitado, impaciente. Jamás le había pasado una cosa así; estaba convencido de que, simplemente, Marisa era una chica traviesa, con un encanto especial y a la que le gustaba divertirse. Decidió seguir el juego.

Llegó a la calle indicada pero, como era de esperar, no encontraba aparcamiento. Dio vueltas y más vueltas y, mientras esto sucedía, volvió a sonarle el teléfono. Un nuevo mensaje.

"Tardas mucho, pero no te preocupes, te espero. Estoy impaciente. Me encantas. Ven ya"

Por poco el coche de Raúl se estrella contra un contenedor de basura. El mensaje le provocó ansiedad, comenzó a reír nervioso, el corazón le latía muy deprisa. Nunca se había visto en esta situación y, sin dudarlo, quería vivirla. Así que buscó un parking cercano, dejó el coche y corrió hasta el número indicado. Cuando ya estaba llegando se dio cuenta de que había olvidado el móvil. Decidió no volver, estaba demasiado impaciente y había llegado a su destino; ya no le haría falta.

Llamó al timbre. Una vez, nada; dos veces, nada tampoco. ¿Se habría equivocado de número? Cuando pensó en dar media vuelta e ir al coche a por su teléfono, Marisa contestó.

- Hola Raúl, ¿subes?
- Ppppuesss, claro, ¿a qué he venido entonces? -Raúl se puso nervioso ante la idea de que fuera todo una broma pesada.
- No lo sé, ¿a qué has venido? -dijo Marisa. Intentaba que su voz sonara misteriosa y divertida.
- Sonia, este juego es muy raro, pero me engancha. He venido a estar contigo. Ábreme.
- Tus deseos son órdenes -dijo ella con el tono más sensual que pudo.

Abrió la puerta y Raúl entró deprisa. Se dispuso a subir por el ascensor pero alguien se había dejado la puerta abierta en otro piso y no pudo llamarlo. No tuvo más remedio que subir andando. Intentó no ponerse impaciente, no correr, no quería llegar rojo como un tomate y sofocado. El gimnasio no era uno de sus lugares predilectos y no estaba muy en forma.

Cuando por fin llegó se dio cuenta de que la puerta estaba abierta; aun así llamó al timbre, pero nadie contestó. Entró despacio y vio un recibidor iluminado, decorado en tonos rojos y verdes. Le recordó a una película de Almodóvar. Se miró en uno de los espejos que había, se recompuso, se colocó el pelo. No se oía nada.

- ¿Sonia?, ¿estás ahí?

No se atrevía a continuar, más por prudencia que por miedo.

- Cierra la puerta y ven a la habitación del fondo -dijo Marisa, con una voz natural, simpática.

Esto relajó a Raúl. Caminó por el pasillo, ni siquiera acertó a contar las puertas que había en él. Cada vez estaba más nervioso, tenía la sensación de que sólo escuchaba los latidos de su corazón. Al fondo había una puerta casi cerrada; salía una luz tenue del interior y se oía música, aunque Raúl no acertó a adivinar de quién se trataba.

Entró despacio. Era una habitación amplia, con una cama enorme y un cabecero de forja, unos pequeños sillones azul eléctrico y unas repisas llenas de libros. También había dos puertas y Raúl imaginó que serían el cuarto de baño y un armario. 

- Ven -dijo Marisa. Estaba semi tumbada en la cama, en ropa interior roja, fumándose un cigarro. A Raúl le pareció la situación más excitante que había vivido jamás.
- Estás espectacular. La espera ha valido la pena.
- ¿De veras? -dijo ella aparentando una seguridad que no sentía.
- Tú también me encantas -dijo Raúl refiriéndose a uno de los mensajes enviados por Marisa.
- Acércate, ¿tienes miedo? Ven y túmbate conmigo, anda.

Él sonrió con esa cara seductora que había vuelto loca a Marisa hacía cinco años. Se echó en la cama, se acercó a ella e intentó besarla. Marisa volvió la cara con una sonrisa divertida y le dijo:

- No, no, yo mando, ¿no te gustaban las sorpresas?
- Me encantan -dijo Raúl más excitado a cada segundo-. Me estás volviendo majara.
- Quítate la ropa.

Raúl obedeció al instante, rápido, impaciente. Tiró su ropa al suelo y, tal vez por pudor, se quedó en calzoncillos. Ella comenzó a besarle suavemente por el cuello, el pecho, la cara... y sin que él pudiera darse cuenta, le había atado por las muñecas al cabecero de forja. 

Él se sorprendió, pero lejos de sentirse molesto, sonrió, cerró los ojos y decidió dejarse llevar. Marisa hizo los nudos lo más fuerte que pudo. Él no se quejó, al contrario, estaba como en el limbo, gimiendo ligeramente. Dejó de hacerlo cuando se dio cuenta de que Maria había dejado de besarle, de tocarle y ya no estaba a su lado.

Abrió los ojos y la vio en el otro extremo de la habitación. Se había puesto una bata y estaba seria.

- Ahora te voy a enseñar una cosa, a ver si te refresco la memoria.

Marisa se puso a dar paseos por la habitación. Su andar era desacompasado, tambaleante, era coja. Raúl la miró atónito y, de repente, su memoria le trasladó años atrás. Jamás había conocido a una coja, salvo a ella; ahora entendía por qué no la había reconocido; por aquel entonces también era guapísima, pero tenía el pelo muy corto y..., bueno, la mala memoria de Raúl con las caras, aparte de que Marisa se había cuidado muy mucho de que él no la viera caminar. Ahora entendía por qué ya estaba sentada en el restaurante cuando llegó y por qué no la vio marcharse. No supo qué decir, se sentía como si le hubieran dado una bofetada. Fue ella la que habló.

- ¿Ahora me recuerdas? Hace cinco años, un verano, yo vendía los tickets en una terraza de copas. Tú te fijaste en mí. Cada día me hablabas, me mirabas, me sonreías. Hasta que me dijiste que te gustaba, muchísimo. Primero pensé que sólo querrías copas gratis, o llevarme a la cama, y tonta de mí, no me di cuenta de que nunca me habías visto fuera de mi pequeño mostrador, sentada. Nunca me habías visto andar, cojear. Y el día que lo hiciste, que me viste, fuiste cruel, me humillaste, te reíste de mí con tus amigos, ya no quisiste saber nada de mí...
- Oye, oye, eso no fue así exactamente...
- No sé cómo fue, sólo sé cómo me hiciste sentir. Cuando descubriste cómo era realmente no tuviste el valor de decirme que no te interesaba, porque seguramente eso te hubiera hecho sentir una persona muy ruin. Así que optaste por ignorarme y hasta renegar de mí delante de tus amigos. 
- Te equivocas...
- No me equivoco, y no quiero seguir hablando de esto, porque los dos sabemos los detalles.
- ¿Entonces te estás vengando de mí?, ¿en lugar de decirme quién eras desde el principio has maquinado esta cita, esta encerrona?
- Desde luego. Te hice esperar adrede, con mi primer mensaje, en la calle del restaurante, te he hecho subir por las escaleras... Sabía que seguirías siendo el ligón de antes y que no te pararías a pensar de qué iba todo esto. Te ha cegado el deseo y probablemente el llevarte un triunfo al bolsillo que luego poder contar.
- Oye mira, Sonia...
- Ni siquiera te acuerdas de mi verdadero nombre. Eres patético.
- Vale, lo admito; siento si te hice sentir mal. Tú me gustabas, mucho, pero reconozco que me acobardé cuando vi cómo eras. Sentí miedo...
- ¿Miedo o vergüenza?
- Creo que podría hablar más libremente si me desataras.
- Ni lo sueñes. De hecho es que no sé qué hago escuchándote.

Marisa se vistió rápidamente y cogió la ropa de Raúl. La tiró por la ventana.

- ¡¡¡¡¿¿Pero qué haces??!! ¿¿Tú estás loca?? Oye de verdad que lo siento; me gustas, me encantas, han pasado muchos años, era un crío, he madurado, podemos seguir hablando, podemos quedar de nuevo, pero por favor, desátame.

La voz de Raúl era ya desesperada. Forcejeaba para desatarse, pero Marisa había hecho unos nudos perfectos.

- Quiero que te sientas ridículo, humillado y ultrajado.
- Por Dios, eres una exagerada, ¡¡estás loca!!
- ¡¡No estoy loca!! ¡¡Simplemente tuve la mala suerte de toparme con un cabronazo!! Te aseguro que, aunque con tiempo, pude superar lo que me hiciste. Pero cuando el otro día te vi aparecer en el estanco, de repente pensé que no iba a desaprovechar la oportunidad de darte tu merecido. Y lo siento, porque has hecho que saque lo peor de mí; yo no soy así, no soy mala, no soy vengativa...
- ¡Nadie lo diría! ¡Venga ya! ¡Suéltame!
- Bueno, me estoy cansando de esta charla y empiezo a tener sueño. Me largo. Este piso es de mi amigo Rodolfo. Es gay, mañana es su cumpleaños y le he prometido una sorpresa. Un auténtico bombonazo esperándole en la cama.
- ¿¿¿Quéeeeeeeee???
- Llegará en un rato, espero. Es muy marchoso y lo mismo tarda horas. Pero sabe que le espera la sorpresa de su querida amiga Marisa.
- ¡¡Ni lo sueñes!! ¡¡Gritaré hasta que me oigan los vecinos!!
- ¿Y qué vas a decir? No seas ridículo. Rodolfo no te va a hacer ningún daño; puedes seguirle el juego y hacerle un hombre feliz en su cumpleaños, de hecho tal vez no venga solo -dijo Marisa soltando una carcajada-, o le explicas que te desate, que eres el miserable que le hizo aquello a Marisa. Él sabe la historia, lloré en su hombro más de una vez.
- ¡¡Suéltame!! ¡¡Lo siento, lo siento de verdad!! ¡¡Dime qué puedo hacer!!
- Adiós Raúl, ha sido un placer volver a verte. 

Marisa se dispuso a salir, pero antes se inclinó sobre Raúl y le besó en los labios.

- Soy coja y estupenda, además de guapa y un encanto, ¿no te lo ha parecido? -le dijo con su cara pegada a la de Raúl.

Salió de la habitación, cerró la puerta lentamente, y con su andar pausado salió del piso, no sin antes gritarle "¡¡Por cierto, me llevo las llaves de tu coche!!".